Un hermoso texto sobre la cerámica de Rosamar Corcuera, escrito por la poeta Andrea Cabel a propósito de su exposición del 2013, empieza por su nombre: «Rosamar carga en su nombre su destino. La fragilidad y la fuerza, el rojo deshojando un golpe húmedo contra cualquier roca». Rosamar, pelo oscuro, voz tenue y sonrisa joven, acomete la arcilla –que es suelo, que es roca– con la delicadeza de un poema.

Corcuera estudió pintura en la Facultad de Arte de la Universidad Católica, pero pronto se sintió atraída por la cerámica. Ya lo ha dicho antes: nunca se preguntó el lugar que tendría su trabajo en la escena artística local. Nunca le ha importado que la consideren una artesana; por el contrario, la enorgullece que la nombren como tal. Después de todo, su obra se alimenta del folclor, del arte popular y de las manifestaciones culturales del Perú ancestral. «Tenemos la cerámica en nuestra sangre. Nuestras manos son artesanas y la tierra por la que andamos es arcillosa. Somos un país de ceramistas y no nos damos cuenta», dice Rosamar.

Ella, sin embargo, parece haberlo sabido siempre. Si su casa de Miraflores lleva tonos cálidos, naranjas y terrosos, la de su infancia cargaba innumerables artesanías que ejercían en ella un efecto seductor. «Eran mágicas y dulces a la vez», recuerda. «Te contaban una historia, te permitían imaginar otra historia». Criada en Chaclacayo, en la misma casa con jardín y árboles donde Arturo Corcuera, su padre, escribió los versos de libros como NOÉ DELIRANTE y LAS SIRENAS Y LAS ESTACIONES, para Rosamar fue natural imaginar historias y vivir entre fábulas. El año de su nacimiento, 1968, mientras su padre publicaba POESÍA DE CLASE, la familia combinaba la vida bajo los cerros con días al borde del mar de Punta Negra. No sorprende que las criaturas de Rosamar parezcan emerger del mar, atravesar el aire y adornarse con los colores de la sierra. Toda obra recoge las experiencias y los recuerdos de su creador. También sus afectos.

Su primera pieza de cerámica, trabajada cuando aún estaba en la universidad, fue un arca de Noé, y llevó el mismo título del mítico poemario de Arturo Corcuera. Rosamar aún no había pensado dedicarse a este arte, pero, intrigada por el tacto con la materia, quiso hacer un regalo a su padre. Aún recuerda esa primera experiencia. «Modelar la arcilla fue muy placentero: es un material tan noble, que se deja manipular y permite dar vida a aquello que imaginas –explica la ceramista–. Pero lo que más me impresionó fue ver el resultado que salió del horno: la tierra convertida en una criatura. Fue magia».

El resultado de ese primer intento la sorprendió y la sedujo, y la llevó por otros senderos artísticos. Rosamar tomó varios talleres libres de cerámica, estudió con Ignacio Guzmán y con Jorge Izquierdo, y comenzó una vía de aprendizaje que la llevó nuevamente, casi sin notarlo, al génesis de su ser: a su infancia, a los lugares que guardaba en el alma, a su familia. «Creo que la poesía de mi papá está en cada obra que hago», reflexiona Rosamar. «A veces termino una pieza y, cuando la veo, me doy cuenta de que es un poema de mi padre hecho cerámica. Es increíble. Es que hemos crecido con su poesía, viéndolo escribirla». Rosamar y sus hermanos crecieron jugando alrededor del padre, mientras él, en una hamaca del jardín, corregía un texto. Así lo recuerda ella.

Pese a que no soporta la humedad ni el estrés del tráfico limeño, últimamente Rosamar pasa periodos más largos en su casa de Miraflores, buscando tener más tiempo junto a su hijo Dante. La ceramista acaba de concluir su participación en una muestra colectiva en la galería de Euroidiomas, y, mientras está en Lima, aprovecha el tiempo para visitar amigos y asistir a exposiciones de otros artistas. Sin embargo siente cómo le hace falta la rutina de sus días en Chaclacayo: levantarse, regar el jardín y subir al segundo piso de su casa, un espacio completamente dedicado a su taller, donde el eterno sol del distrito seca rápidamente sus piezas. Rosamar disfruta trabajar atravesada por la luz que ingresa a su taller, sabiendo que afuera la rodean cerros y vegetación. «Necesito un entorno tranquilo, silencioso. Estoy acostumbrada a la soledad del taller y me gusta sentirla», explica.

Ahora mismo se encuentra trabajando una serie que ha denominado CURANDEROS: personajes con cabeza de pájaro que llevan un corazón sanador en las manos. Estas nuevas criaturas se originan de los viajes que la artista hizo a la selva, de su experiencia con el ayahuasca y de la observación de las aves de Paracas. Costa y selva; viento y verde. Y las manos de Corcuera. «Tiene que haber poesía en todo. Es el aliento de las cosas. Sin poesía estamos perdidos», dice Rosamar. Su cerámica es poesía. Y sus versos son de tierra y fuego.


*Publicado originalmente en la edición de agosto de la revista Al Este.