Hundido en el sofá del segundo piso del Centro Cultural de España, ligeramente encorvado, su metro noventa y tantos no se adivinaba, salvo por la incomodidad que le suponía acomodar sus piernas largas. Pero puesto de pie, Rafael Santa Cruz encarnaba las palabras que el historiador José Antonio del Busto dedicó a su padre, Rafael mayor, el torero: «alto, desgarbado, fornido y reidor». Rafael padre fue el último de los grandes matadores negros. Participó en corridas en España y al norte de África. Dicen que a su lado, los toros parecían pequeños. Su hijo lograba otro tanto con aquellos que caminaban a su alrededor.
Rafael Santa Cruz era músico e investigador, primero. Actor, también. Y director del Festival de Cajón peruano, que el 2012 celebró cinco años de existencia organizando una cajoneada en el corazón de Lima, y rompiendo el récord Guinness con más de 1.500 cajones sonando en la Plaza Mayor. Con ese motivo nos encontramos en el Centro Cultural de España. «En realidad, lo de Guinness es mediático: interesa porque consigue cobertura. Pero no es más importante que juntarnos a tocar», me explicó Santa Cruz, dando inicio a nuestra entrevista. «La misión central del festival es juntarnos a hacer buena música, divertirnos y discutir sobre un instrumento musical sumamente ligado a nuestra identidad». Lo que siguió fue una larga conversación sobre música, cultura e identidad, sobre los viajes de Rafael, su experiencia en África, y su relación con ese instrumento que tanto tocó, el cajón peruano. Hoy, que ha muerto demasiado temprano, se recuerdan sus palabras.
- Percusión nacional
Hace cincuenta años, el nombre del cajonero no figuraba en los créditos musicales de un LP. Hoy es un instrumento vigente, «que le gusta a las señoras del club de percusión del Regatas y a las señoras del Vaso de Leche», dijo Santa Cruz, sonriendo. Y es que podría intentarse un paralelo –uno más– con la gastronomía criolla. Si bien no gozaba de popularidad ni prestigio de cara a la calle, el cajón peruano ha sabido seguir golpeando al interior de los hogares durante décadas. Y pasando de generación en generación. Por eso en la cajoneada de la Plaza Mayor, aquella del 2012, no fue raro toparse con familias completas, abuelo, padre e hijo, montados sobre el instrumento. Unidos por él, precisó Santa Cruz. Pero la alimentación es una necesidad vital. «Sin música seguramente nos morimos igual, pero demoramos más», reflexionó el cajonero. Fue por eso que él vio la necesidad del festival: para Santa Cruz, la amenaza de otro género y de que se cultive poco lo peruano, siempre está latente.
En 2004, Rafael Santa Cruz publicó “El cajón afroperuano”, el primer libro sobre este instrumento. Y el único. No existen estudios al respecto. Salvo el suyo y el de Marco Aurelio Denegri. «Tenemos un sentido patriotero en lugar de patriótico para muchas cosas», dijo, con razón, Santa Cruz. Temía que si alguien no se ponía las pilas, la tradición se perdería. Por eso, él se las puso.
- orgullo y prejuicio
Mónica Carrillo no conoció a sus abuelos y bisabuelos paternos. Pero sabe que eran famosos decimistas de apellido Rivas. Y que se reunían en contrapunto con el gran Nicomedes Santa Cruz, tío de Rafael. Allá, en El Carmen.
Mónica es fundadora de Lundu, Centro de Estudios y Promoción Afroperuanos. En sus inicios, a comienzos del año 2001, una de sus primeras acciones fue formar un grupo de música. Entonces hacían covers de música afroperuana que no era interpretada comercialmente, y cuya letra expresaba una etapa de la historia de la comunidad. También recuperaron poesía que tradicionalmente se expresaba a través de la décima en Chincha y Lambayeque, y las cumananas en Piura.
Desde hace años, Carrillo divide su tiempo entre Perú y Estados Unidos, donde trabaja como investigadora sobre desarrollo para organizaciones internacionales, y es constantemente invitada a disertar sobre estudios afroperuanos y de diáspora africana. En aquella oportunidad, Carrillo escribió desde Nueva York, en una comunicación virtual, reconociendo que si algo se había logrado en el Perú en cuanto a superar prejuicios, se debía justamente a iniciativas como las de Rafael Santa Cruz. Para ella, el festival que el músico fundó no solo rescata el origen afroperuano del cajón, sino que es una oportunidad más para discutir sobre identidad y destruir paradigmas negativos.
Hoy, luego que se conociera sobre la repentina muerte de Santa Cruz, Raúl Renato Romero, director del Instituto de Etnomusicología de la PUCP, publicó: «Si la música fuera reconocida y respetada en nuestro país tanto como la culinaria, Rafael Santa Cruz debería haber estado todos los días presente en todos los medios impresos y audiovisuales, difundiendo sus sueños y proyectos sobre un Perú que respetara su propia cultura, diversa y multicultural». Ese espacio que Santa Cruz procuraba con su festival, sus investigaciones y sus muchos otros proyectos, es una oportunidad que este país siempre necesita.
- Sonido del mundo
Rafael Santa Cruz viajó constantemente. También vivió fuera de Perú por periodos considerables. En 2009 estaba en España, con toda su familia, cuando la crisis cayó sobre el país con fuerza. Así que se mudó a Marruecos. Rabat, ciudad a una hora y veinte de Madrid, le permitió estar cerca de Europa y no sufrir directamente los estragos de la crisis. Y así fue que vivió dos años en el norte de África.
Siendo un país musulmán, con otro tipo de lengua y escritura, Santa Cruz encontraba muchas similitudes. En música y comida. Incluso algunos barrios le recordaban a Lima. En las calles de Marruecos caminaba entre mujeres tapadas. En sus mercados, olía el azafrán y el comino que se amontona en pequeños cerros. Conoció músicos, y tocó con ellos algunas veces. Con los gnawas, por ejemplo, un grupo étnico negro y mestizo, cuyo ritmo es muy parecido al festejo, a decir de Rafael. Es más, él mismo tocó algún género gnawa con su cajón.
Con esas mismas coincidencias se encontró en otras partes de África. Al otro lado del continente, bajando por Egipto y Etiopía, a orillas del Océano Índico, está la isla de Madagascar. A dos horas en avión desde ahí, en una isla mucho más pequeña, Santa Cruz creyó encontrar, por unos segundos, el origen del cajón peruano. En La Réunion, se tocan unos tambores echados, sentándose encima del objeto que tiene una fuerza mayor. La boca del tambor es grande, de unos cincuenta centímetros de diámetro. Santa Cruz tocó festejo con el instrumento, y cedió el suyo, su cajón, para que los músicos africanos lo prueben. Al final de su estadía, se los regaló.
Solía hacerlo. Muchas veces cambió su cajón por otro instrumento, o por música. Según los cálculos que hizo sentado en esa salita del Centro Cultural de España, en ese momento habían unos treinta cajones suyos repartidos por Europa.
En África, además de Marruecos y Madagascar, conoció Senegal. Cuando estuvo estudiando en la Universidad de Pittsburgh, hace más de veinte años, formó parte de un ballet de música de Ghana. Ese quedó como un destino pendiente. Quería estar en Ghana y llegar con un cajón que probablemente no hubiera traído de vuelta. Como otras veces, Rafael Santa Cruz hubiera dejado tras de sí un pedazo suyo. Un pedazo de madera.
*Fotografía: Juan Aguilar
**La versión original de esta nota apareció en la edición de abril del 2012 de la Revista Asia Sur.